viernes, 1 de septiembre de 2017

Zoe (VIII): El pescador

Zoe se volvió hacia su izquierda, guiada por la fragancia que llegaba a sus fosas nasales. Una playa de arena blanca y fina, que se extendía hasta adentrarse parcialmente en el poblado, llegando a camuflarse con los coloridos senderos de conchas, era la antesala de un océano teñido de un profundo turquesa. Sus aguas se mantenían tan lisas y claras que bien habrían podido hacer las veces de un inmenso espejo si hubiese habido algo en el cielo que reflejar.
Rayle rió jovialmente ante la cara de estupefacción de su acompañante. Leyendo en sus ojos como si de un libro abierto se trataran, la tomó con suavidad del brazo y la ayudó a saltar la pequeña ladera que las separaba de la arena.
Al sentir esa suavidad bajo sus pies, Zoe tuvo que pellizcarse para convencerse de que, definitivamente, aquello no era ningún sueño. Se agachó hasta caer de rodillas, hundió las manos en la arena y dejó escurrir el árido entre sus dedos, maravillada ante el dulce cosquilleo que experimentó. A continuación, se encaminó hacia la orilla, casi temerosa de que, como en su sueño, no lograra acercarse nunca y la ilusión se desvaneciese ante sus ojos, pero comprobó con gran regocijo cómo la marea arrastraba sus cálidas aguas y bañaba sus pies descalzos, sintiendo un placer hasta ese momento desconocido para ella.
Si hubiera estado sola, le habría faltado tiempo para desprenderse de las escuetas ropas con las que la habían vestido y sumergirse en ese paraíso, pero la divertida mirada de Rayle la cohibía y hacía que el solo pensamiento encendiera sus mejillas.
La chica de los ojos violetas se situó a su lado, charlando animadamente como llevaba haciendo desde el momento en que había hecho acto de presencia, y la dejó experimentar un poco más la sensación antes de tomar su mano y llevarla de paseo por la orilla. Al girar sobre sus talones, Zoe pudo ver un muelle del mismo material que las casas que nacía del poblado y atravesaba la playa para adentrarse unos metros en el mar. En él, algunas embarcaciones permanecían amarradas, construidas con aquellas mismas hebras blanquecinas, algunas de ellas alternadas en mayor o menor cantidad con madera, dando lugar a botes de diferentes dimensiones.
Una de ellas, la más grande de todas, atracaba en esos momentos en el muelle. Algunos hombres, tan exóticos como los que ya había conocido, se encargaban de atar la embarcación al muelle desde el interior con cuerdas, mientras otro ayudaba desde fuera. Otros botes de menor tamaño se arremolinaban a su alrededor, imitando a su prójimo como crías de un animal siguiendo los pasos de su madre.
A Rayle se le iluminó la mirada ante aquella visión. Sin dudarlo, trotó alegremente hacia el muelle, arrastrando a Zoe tras ella, y la ayudó a trepar la construcción para acercarse a los recién llegados.
Allí había por lo menos diez o quince hombre semidesnudos ante los que Zoe no lograba decantarse por cuál se sentía más intimidada. Desalentada ante la falta de oportunidad de esconderse y reprimiendo sus ganas de salir corriendo, procuró camuflar su presencia detrás de la de Rayle, rezando por que su insólita belleza atrapase la vista de esos seres lo suficiente como para que no repararan demasiado en ella.
No hubo suerte.
Todos y cada uno de los hombres detuvieron lo que estaban haciendo a la primera llamada de Rayle, posando sus ojos de llamativas tonalidades sobre la extranjera como si su acompañante acabase de mostrarles un animal de circo. La examinaron de arriba a abajo, primero con estupor y luego con una descaradísima curiosidad a medida que la lugareña iba hablando, haciendo una cantidad de gestos tan desproporcionada que pareciera que estuviera bailando.
De pronto, del bote más grande asomó la cabeza de un chico que Zoe reconoció al instante.
Era el joven que había sido testigo de su despertar en la cabaña de Isshia.
Era un chico de unos veinte años, alto, delgado y musculado en su justa medida. Su cabello, del mismo azul marino que el de Rayle, aunque sin aquellos reflejos violetas que adornaban el de ella, era corto, y al girarse comprobó que lo mantenía rapado en la parte de la nuca para dejar ver un tatuaje gris exactamente igual al que ella tenía en la copa de su majestuoso árbol de corales. Sobre sus ojos de aquel intenso color turquesa, poseía una unas cejas no muy gruesas, con los extremos exteriores despeinados hacia arriba, que enmarcaban su brillante mirada y, en sus orejas, algo más grandes de lo normal, una pequeña caracola negra atravesaba uno de sus lóbulos. Su nariz era respingona, sus pómulos, marcados, su boca, grande de labios finos… y, en general, no había que ser ningún genio para percatarse del gran parecido que compartía con la chica que la había llevado hasta allí.
Pero lo que más destacaba de él, y ya era decir dados sus inusuales rasgos, era una enorme cicatriz que le cruzaba el pecho desnudo, justo encima de sus branquias. Una amalgama de tatuajes de diferentes tonos de azul cubría la totalidad de su brazo derecho, ascendiendo hasta el hombro y atravesando sus trazos con los que dibujaban aquella espantosa cicatriz; y, de la misma manera, otro entramado de tatuajes de los mismos colores, aunque de estilo claramente diferente, trepaba por su pierna contraria.
Zoe enrojeció hasta límites que ella misma desconocía al recordar que, como los otros tres, la había visto completamente desnuda.
Sus sospechas acerca del parentesco de Rayle con su vigía nocturno se hicieron más fuertes cuando ésta se lanzó a sus brazos. Visiblemente entusiasmada, le habló directamente al chico, que se mantenía sosegado y sereno, contrastando con la excitación de la que Zoe creía era su hermana, mientras el resto de presentes no se cortaba ni un pelo en acercarse a la visitante y rodearla como buitres ante su aterrorizada mirada.
El chico exclamó algo al darse cuenta de la situación y, haciendo caso omiso de Rayle, pegó un salto desde el bote y se abrió paso entre sus compañeros para situarse a la altura de Zoe. Sin perder la calma en ningún momento, pero con expresión seria, intercambió algunas palabras con ellos y, como por arte de magia, los hombres se dispersaron, regresando a sus quehaceres.
Zoe miró con nuevos ojos al joven, sintiéndose infinitamente agradecida; pero, cuando su mirada se cruzó con sus intensos irises turquesas, la imagen del chico observándola mientras dormía le asaltó como una pesadilla y deseó con todas sus fuerzas que se la tragara la tierra en ese preciso instante.
Rayle se acercó a ellos, volviendo a enfrascarse con su hermano en la conversación que habían dejado a medias. No parecía nada molesta por el desplante que le había hecho éste segundos antes; al contrario, parecía más animada si cabía, desviando repetidas veces la vista hacia Zoe y señalándolos a ambos sin ningún tipo de reparo.
Zoe aguardó, sin saber ya qué más hacer para ocultar su creciente incomodidad, hasta que, finalmente, y tras escuchar a su guía pronunciar varias veces su nombre a lo largo de su monólogo, el chico volvió a clavar sus ojos en ella y, empleando el tono más aterciopelado que Zoe había escuchado jamás, dijo:
Ae, Eryel.
Zoe se quedó patidifusa, sin esperarse por algún motivo la presentación del muchacho. Sin darse cuenta, se perdió en los ojos turquesas del chico, reparando en su antinatural belleza por primera vez. Tenía unos ojos tan vivos y penetrantes que contrastaban de manera casi cómica con la pose tranquila y relajada de su portador.
El chico esperó pacientemente una respuesta por parte de la forastera, pero Zoe parecía haberse quedado completamente congelada. Rayle, dejando escapar una risilla, abrazó con ternura a la muchacha.
—Zoe –la llamó, usando un tono similar al que ella emplearía con un niño pequeño –. Ae, Rayle; ren, Zoe –a continuación se separó de ella y cogió al joven, que le sacaba una cabeza, por los hombros –; ei, Eryel.
Las palabras de Rayle parecieron hacer su efecto poco a poco en ella, ya que el nombre del joven la golpeó y acabó por sacarla de su letargo.
—Eryel –repitió en un murmullo.
El aludido sonrió, mostrando una gran hilera de dientes blancos que, en conjunto con el resto de su rostro, la dejaron totalmente embelesada.
¿Qué diablos le estaba pasando?
Reparando en lo surrealista de la situación, Zoe se obligó a volver al mundo de los vivos.
Ae, Zoe –dijo como un autómata, con los nervios a flor de piel –. Ren, Eryel.
Y, como para subsanar  parte del ridículo que había hecho, añadió:
Íha, Rayle.
Rayle, altamente impresionada, aplaudió y rió maravillada.
Zoe no pudo evitar sentirse como una mascota a la que acabaran de enseñar un truco, y eso le hizo sentir aún más patética.
Eryel asintió aprobadoramente y, tras realizar un complicado gesto que Zoe no comprendió, le dijo:
Amia, Zoe.
—¡Eryel!
Zoe se volvió hacia el lugar del que provenía la potente voz. Al parecer, algunos hombres reclamaban su presencia desde los botes, pues no paraban de hacer señas hacia el suelo, como si tuvieran algún tipo de problema.
Eryel se despidió escuetamente de las dos chicas y se reunió con sus compañeros, que forcejeaban con algo que se movía en el interior y que Zoe no alcanzaba a ver. Asustada, la muchacha hizo amago de irse, aprovechando que Eryel parecía haberles dado su beneplácito para que lo hicieran, pero Rayle la retuvo con un sencillo gesto, haciéndole entender sin palabras que no había nada que temer.
Eryel se agachó rápidamente según puso un pie en la embarcación para coger una especie de arpón y, con un rápido movimiento, lo clavó en el motivo de la disputa.
Una criatura del tamaño de una cría de elefante se elevó entre los brazos de varios de los hombres y fue depositada en el muelle, desparramando su sangre violácea sobre la nívea superficie. Era lo que a Zoe se le antojó una especie de monstruo marino, con rasgos que a simple vista se le asemejaban a los de una ballena, pero que poco tenían que ver más allá de su alargado cuerpo y la relación entre sus proporciones. Su piel era lisa y brillante como la de un delfín, de un profundo gris azulado, y tenía el cuerpo surcado de branquias que se dibujaban de lado a lado de su lomo. En la unión con su vientre, pequeñas fisuras dejaban entrever el comienzo de unas garras que a todas luces parecían retráctiles, como las de los gatos, y de las que Zoe no alcanzó a dilucidar su verdadera dimensión, pero, por su aspecto salvaje y afilado, sí pudo llegar a la conclusión de lo mortales que podían llegar a ser. El cuerpo de la criatura se estrechaba hacia el final, formando una pequeña cola que también poseía aquellos pliegues que auguraban amenaza, y, al voltearlo boca arriba, Zoe pudo ver un par de hileras de ojos, íntegramente blancos y desprovistos de pupilas, que adornaban su vientre, de una tonalidad más oscura.
Zoe se vio obligada a contener varias arcadas ante la desagradable imagen que se exponía explícitamente ante sus ojos al tiempo que trataba de procesarla sin éxito.  Enseguida, al cuerpo inerte de la criatura se sumaron unos cuantos cadáveres más, algunos más pequeños y otros más grandes, que Eryel y sus compañeros se dedicaron a extraer de las embarcaciones con aire armonioso y rutinario, como si aquella tarea la desempeñaran todos los días.
Rayle dio un suave tirón del brazo de Zoe, invitándola a marcharse juntas de allí con una dulce y tranquilizadora sonrisa. A grito pelado, se despidió de su hermano y sus compañeros en su idioma, a lo que los aludidos correspondieron concisamente por encontrarse ocupados, y sacó a la traumatizada extranjera de allí.


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