viernes, 10 de junio de 2016

Zoe (V): Heridas sin sangre

El dolor de cabeza era insoportable. Zoe ya no sabía cuánto tiempo llevaba despierta, ni cuánto llevaba dormida. La transición entre el sueño y la vigilia se había producido lenta y confusamente. De hecho, Zoe todavía tenía dudas acerca de si seguía o no durmiendo. Sentía su boca pastosa y los párpados le pesaban tanto que era incapaz de levantarlos. Era como si se los hubieran sellado con alguna clase de pegamento extrafuerte. Se sentía mareada y desubicada, y no recordaba absolutamente nada de las últimas horas, incluso días, no podía saberlo con exactitud. Su mente era una tábula rasa que en esos momentos lo único que hacía era luchar por funcionar.
Muy lenta y casi dolorosamente, Zoe fue notando cómo su cabeza se iba despejando, y empezó a escuchar a su alrededor voces que su mente apenas se esforzaba por procesar. Poco a poco, los recuerdos se fueron acumulando en la retaguardia de su cerebro: los gritos de su padre, el dibujo del claro roto, la discusión con su madre, el dolor en sus pies mientras corría descalza... El estanque tragándola hacia el fondo... 
Frunció el ceño. Vaya sueño más extraño había tenido.
De pronto, se dio cuenta de que no la cubría ningún tipo de manta. Se habría dormido de cualquier forma sobre la cama por el agotamiento. Alargó un brazo para alcanzar su edredón, pero su mano gimoteó en el aire antes de dejarse caer sobre su piel desnuda. ¿Ni siquiera había hecho la cama? Y, ¿por qué no llevaba puesto el pijama? Extrañada, se palpó el cuerpo, y descubrió no sólo que no llevaba el pijama encima: no llevaba literalmente nada puesto.
Eso sí que era raro. Podía creerse que su cansancio la hubiera llevado a quedarse dormida a mitad de cambiarse de ropa, pero, ¿dormirse tal y como su madre la había traído al mundo? Zoe se guardaba mucho de no quedarse desnuda más de una milésima de segundo. ¿Cómo había podido ocurrirle eso?
Alarmada, recayó en las voces que segundos antes había ignorado. Se desvivía por creer que no se encontraban en la misma habitación que ella, pero sonaban demasiado cercanas como para que no fuera así. Intentó escuchar lo que decían, pero aún con la cabeza completamente despejada no hubiera sido capaz. Hablaban un idioma extraño, suave y envolvente, con un acento cantarín que alargaba las eles y lo que parecían vocales. Trató de identificarlo con todas sus fuerzas, pero no se parecía a nada de lo que había escuchado con anterioridad.
¿Qué demonios estaba ocurriendo?
Se percató de que esa gente, fuera quien fuera, estaba ahí, a su lado, charlando alegremente mientras ella “dormía” sin ninguna clase de ropa encima. Deseando que estuvieran demasiado ocupados hablando entre ellos como para que les hubiera dado tiempo a reparar en su desnudez, Zoe buscó a tientas su edredón para deshacer la cama sigilosamente, pero pronto descubrió con pavor que no reconocía el lugar donde se hallaba tendida. Aquella superficie era mullida, pero no era una cama. Al tacto, aventuró que descansaba sobre un lecho de alguna especie de hierba, mucho más suave y esponjosa que la que ella conocía, que se deshacía entre sus dedos. Presa de un ataque de pánico y sin atreverse aún a abrir los ojos, rodó hacia un lado y se encogió lentamente lo máximo que pudo, deseando con todas sus fuerzas que lo que estaba ocurriendo no fuera más que una terrible pesadilla.
De repente, una voz femenina cortó la conversación de sus compañeros y dijo algo en ese extraño y cantarín lenguaje. Se hizo un profundo silencio. Zoe notó las miradas de esos desconocidos clavadas sobre ella, y no pudo evitar encogerse un poco más, clamando internamente por que se la tragase la tierra. La voz de un hombre murmuró algo, y entonces no solo sintió cómo los ojos de los presentes la atravesaban, sino que escuchó pasos que cada vez sonaban más próximos.
Zoe contuvo la respiración, con el corazón latiéndole a una velocidad tan endiablada que temió que le fuera a estallar de un momento a otro, y sintiendo tanta vergüenza que su cerebro se negaba a trabajar pese a las millones de preguntas que circulaban por él en esos instantes. Apretó los párpados muy fuerte, encogiéndose aún más de manera inconsciente, y fue entonces cuando sintió esa mano sobre su piel.
Zoe pegó un chillido y brincó como un resorte nada más notó el contacto con el desconocido. Movida por un total instinto de supervivencia, corrió como alma llevada por el diablo hacia el primer lugar que vio, buscando con desesperación algo tras lo que esconderse, y acertó a taparse con lo que parecía una especie de manta arrugada en un rincón. Se acurrucó lo máximo que pudo contra la pared, echándose rápidamente la manta por la cabeza, y comprobó con pavor que la “manta” en cuestión era la tela más transparente que había visto en su vida. Histérica perdida, volvió a gritar, notando lágrimas de desesperación agolparse en sus pestañas. Le dio mil vueltas a la tela buscando la manera de cubrir su desnudez de la manera más efectiva, y comenzó a hiperventilar al darse cuenta cada vez con más certeza de que era imposible. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, buscó de nuevo por la habitación, y de pronto vio lo que parecía una especie de bañera de un extraño material llena de agua. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia y ella y saltó dentro, derramando parte del agua fuera. Se aseguró de cubrirse lo máximo posible con brazos y piernas y confió desconsoladamente en que el efecto óptico del agua la mantuviera a salvo.
Fue entonces, aún con el corazón luchando por salírsele del pecho, cuando observó por primera vez a las personas que compartían habitación con ella, y no pudo evitar pegar un pequeño bote dentro del agua.
Eran cuatro, una mujer, dos hombres y, al fondo, junto a la puerta, una chiquilla en la frontera entre la niñez y la adolescencia. La mujer debía de rozar la cuarentena, y era una mujer imponente, de anchos hombros y caderas, algo entrada en carnes, que la observaba sonriente. Tenía el pelo de color verde lima, con mechas anaranjadas, rosadas y de un brillante amarillo a partes iguales, revuelto en un enmarañado recogido que en esos momentos Zoe no se encontraba ni en la capacidad de entender. Iba vestida con un extraño atuendo de telas imposibles que revelaba más carne de la que Zoe estaba dispuesta a soportar, la mayoría de ella impregnada de coloridos tatuajes, y parte de la ropa que sí la cubría dejaba entrever la desnudez de la mujer a través de transparencias que definitivamente Zoe no necesitaba conocer.
Los hombres no tenían nada que ver entre sí: mientras uno, el mayor de ellos, que rondaría la cincuentena, era bajito y bastante regordete, el otro era un muchacho alto y joven, de unos veintipocos años, delgado y musculado. Ambos también tenían el pelo de colores extraños, el mayor de un curioso verde botella y el joven de un profundo azul marino, aparte de poseer la piel bronceada plagada de tatuajes como la mujer que los acompañaba. Apenas iban vestidos, con un pedazo de tela amarrado a sus piernas que a duras penas cubrían sus partes íntimas y poco más.
La chiquilla del fondo, por su parte, debía de tener unos doce años. Agazapada contra la puerta, cabizbaja y en una actitud incluso más tímida que la de la propia Zoe, dejaba que su larguísima melena, que le caía hasta la cintura en una cascada de cabellos negros con reflejos violetas, ocultase parte de su rostro. No parecía muy alta y vestía unas telas opacas que tapaban bastante más parte de su piel que la de sus compañeros y que apenas insinuaban las incipientes curvas propias de la preadolescencia.
Pero lo que más impactó a Zoe no fue el extraño y revelador vestuario, ni los coloridos tatuajes, ni los estrambóticos colores de sus cabellos; ni siquiera llegó a reaccionar como se merecía ante el intenso azul marino de los ojos del hombre mayor, ni el sobrenatural turquesa de los del joven, ni siquiera el antinatural rosa pálido de los irises de ambas mujeres. Lo que realmente hizo que el pulso de Zoe se detuviera fueron las extrañas y desagradables heridas sobre la caja torácica de todos ellos, una especie de aberturas horizontales que parecían haberles practicado con un cuchillo sobre la piel que cubría sus costillas. Todos tenían seis, tres a cada lado, siendo las inferiores las más largas y las superiores las más cortas, como pliegos de piel colgante que dejaban entrever algo de la carne que había debajo.
Zoe ahogó un chillido. Deseó con todas sus fuerzas desmayarse, pero no fue capaz. A cambio, se quedó con la mirada clavada en los cortes de los seres que la estudiaban, incapaz de apartarla, casi esperando a que empezaran a sangrar en cualquier momento, pero eso no sucedió. De pronto, algo hizo clic en su cerebro y se percató de que había visto esa clase de “heridas” en alguna parte... En otro tipo de ser vivo.
Eran branquias.
Antes de que Zoe pudiera cuestionarse nada más, la mujer del cabello verde lima se acercó unos pasos hacia ella, vistiendo una sonrisa divertida, y comenzó a hablarla en su irreconocible idioma. Zoe se echó hacia atrás dentro de su bañera todo lo que pudo, cubriéndose inconscientemente con las manos. El hombre rechoncho avanzó hacia la mujer y posó una mano sobre su hombro, diciéndole algo que Zoe no comprendió. La mujer le replicó, y a continuación volvió a dirigirse hacia Zoe y le habló de nuevo. Zoe permaneció callada, ahora sin poder apartar la vista de sus antinaturales ojos rosados y sintiendo se le escapaba la respiración por momentos.
El muchacho joven intervino entonces, hablándole a la pareja más mayor. Intercambiaron unas palabras entre ellos con expresión confusa y, tras un breve silencio, la mujer se dirigió una última vez hacia Zoe. Los ojos de la chica bailaron nerviosos entre los presentes, de color vivo de tatuaje a color vivo de cabello y a color vivo de ojos a posteriori, y preguntándose cómo a esas alturas no se había desmayado aún. 
La mujer se acercó un par de pasos más, muy tranquila y portando una cálida sonrisa. Posó una mano sobre su pecho y pronunció una palabra que Zoe no acertó a descifrar. A continuación, extendió la misma mano hacia la chica y volvió a sonreírla.
Zoe se dio cuenta de que la mujer esperaba una respuesta por su parte. Súbitamente, su miedo y su nerviosismo disminuyeron, percatándose de que la mujer, fuera la criatura que fuera, no deseaba hacerla daño sino comunicarse con ella. Para su propia sorpresa, se descubrió a sí misma arrepintiéndose de no haber prestado más atención a la palabra que había pronunciado la mujer y agudizó el oído por si volvía a decirla.
Ella pareció haber escuchado su súplica interna, porque, sin dejar de sonreír, volvió a colocar la mano sobre su pecho y a repetir la palabra:
Isshia.
Esperó un par de segundos y de nuevo extendió la mano hacia ella. Zoe se quedó unos momentos dubitativa, hasta que comprendió de repente. 
La mujer acababa de decirle su nombre, y en esos momentos aguardaba a que la muchacha le dijera el suyo.
Zoe dudó unos instantes antes de decir, finalmente, con la voz pastosa:
Zoe.
La sonrisa de la mujer se ensanchó, y, asintiendo con la cabeza, le ofreció la mano para ayudarla a salir del agua.


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