miércoles, 7 de enero de 2015

Victoria (I): Ciudad de gigantes

La bailarina giraba sobre sí misma. Su delgada figura de madera estaba roída y desteñida por los años, y ya no se llegaba a apreciar bien el color de su vestido ni el de su cabello recogido. Con los brazos alzados en una delicada pose, realizaba su pirueta a trompicones, sin prisa pero sin pausa, a medida que una melodía de campanillas sonaba, tan tenue que parecía que del revoloteo de un hada se tratase.
El Cascanueces. Durante todos esos años había abierto tantas veces aquella desvencijada caja de madera que la melodía ya resonaba en mi cabeza antes de que diera comienzo en el mundo real. Y solo pensar que aquella vez sería la última que vería a la bailarina girar me producía un nudo en la garganta difícil de contener.
Aún no asimilaba el hecho de que iba a abandonar el que había sido mi hogar y el de mi familia desde generaciones atrás. Por un momento me asaltó un ramalazo de debilidad, pero la decisión llevaba mucho tiempo tomada. Ya no me quedaba nada que me atase a Twinbrook. Era la última en la línea familiar de los Wright, y la única que seguía con vida. Quedarme en la mansión solo me traería dolor. Aquel lugar estaba impregnado de recuerdos, de vivencias durante más años de los que alcanzaba a entender mi mente. Caminar por los oscuros pasillos y divagar por las amplias habitaciones me producía una carga y un vacío realmente difíciles de soportar. Y, por eso, debía irme.
Tras la caja, una mujer me devolvía la mirada a través de un polvoriento espejo. Sus ojos, de un castaño tan claro que se asimilaba al oro viejo, aquellos ojos que tanto había alabado mi abuelo, relucían duros y firmes como la roca entre mechones de cabello castaño oscuro. No pude evitar asustarme ante la perspectiva de ser consciente de que aquella mujer era yo. Tenía el rostro demasiado serio, las ojeras demasiado marcadas y los grandes labios demasiado pálidos. Había llegado el momento de partir. Me recogí la parte del pelo que me molestaba con una horquilla en la parte posterior de la cabeza, aún al son de la lenta melodía, y cerré la caja.
Cuando la música desapareció sentí una aprensión enorme en el pecho, como si acabara de efectuar un aterrizaje forzoso contra el accidentado terreno de la realidad. Debía huir de allí de una vez. A la velocidad del rayo, empaqué mis cosas en una maleta de tamaño medio y me largué de la mansión Wright para no volver jamás.
Horas más tarde, mientras el taxi en el que iba montada rodaba colina arriba y abajo a través de páramos desiertos y frondosos bosques, se me hacía realmente difícil controlarme para no derramar unas cuantas lágrimas. Con la cabeza apoyada sobre el respaldo y un disco de rock trasnochado reproduciéndose a través de mis auriculares, no podía evitar que una nostalgia enorme se cerniera sobre mí. Aquella era la noche de mi dieciocho cumpleaños, y, por primera vez en mi vida, iba a pasarlo sola. Mucho más sola de lo que habría alcanzado a imaginar.
Inconscientemente, una de mis manos se deslizó hacia el anillo que lucía en la otra y se cerró sobre él. Había sido un regalo de mi abuela en su lecho de muerte. Supuestamente debía haber sido para mi madre, igual que lo fue para ella por parte de mi bisabuela. Supongo que mi abuela ya sospechaba entonces en dónde iba a acabar desembocando la trayectoria de mi madre, no lo sé. Yo era demasiado pequeña como para entender lo que ocurría. Para mí fue un regalo más que recibí con la misma ilusión que si hubiera sido mi cumpleaños. Recuerdo que ni siquiera me valía y que adornó la cintura de la bailarina durante años. Mi tierna abuela Roselyn... Cuánto habían sufrido ella y mi abuelo en silencio por culpa de mi estúpida madre...
El recuerdo de mi madre me revolvía el estómago. Me esforcé por alejar esos pensamientos de mi cabeza y me obligué a dormir.

—Señorita.
—¿Mmm?
—Señorita, hemos llegado a Bridgeport.
—¿Cómo?
La palabra Bridgeport había tañido en mi mente como una campana. Traté de desperezarme lo más rápidamente posible en un intento desesperado por ubicarme. Lo que vi a través del cristal de la ventanilla me dejó con la boca abierta.
A mi alrededor solo se erigían altísimos rascacielos hasta donde alcanzaba la vista. Acostumbrada al ambiente tranquilo y pueblerino de Twinbrook, me sentía como si me hubieran trasladado al escenario de una película de ciencia ficción. Me incorporé casi de un salto sobre el asiento y pegué mi nariz a la ventanilla del taxi como una niña pequeña, anonadada ante aquel paisaje. Todo eran carreteras, semáforos, altos edificios y algún que otro pequeño parque o plaza. A pesar de haber visto miles de fotografías por internet, no estaba preparada para la imagen en vivo de la ciudad.
—¿En dónde la dejo? –carraspeó el taxista.
—Hum... Al ayuntamiento –respondí, no muy concentrada.
El tráfico en Bridgeport era insoportable. Jamás en mi vida había visto tantos coches juntos. Y tanta gente... Las calles estaban totalmente abarrotadas. Eso no venía en las imágenes de internet.
Después de media hora de intensos atascos llegamos a la plaza del ayuntamiento de Bridgeport. Bajé del vehículo y el taxista me ayudó a sacar mi maleta. A continuación me cobró y se largó de allí, dejándome sola.
Alcé la mirada hacia el edificio del ayuntamiento que se alzaba tras varios tramos de monumentales escaleras. El edificio era majestuoso, pero apenas me dio tiempo a analizarlo.
—¿Victoria Legacy?
Busqué con la mirada a la persona que me había llamado. Me costaría un tiempo adaptarme al cambio de apellido.
Una mujer con el pelo castaño recogido en una cola de caballo se acercó a mí contoneándose sobre unos altos tacones. Llevaba una americana azul marino sobre una camisa de rayas y unas gafas con montura descansaban sobre su nariz.
—¿Es usted Victoria Legacy? –volvió a preguntar.
—Sí, soy yo.
La mujer me dedicó una enorme sonrisa y me tendió la mano.
—Natalie Taylor, de Inmobiliarias Richmond –se presentó, al tiempo que se la estrechaba.
—Mucho gusto –contesté.
—El placer es mío. ¿Ha tenido buen viaje?
—Más o menos. Gracias por venir a buscarme, no sé qué habría hecho para encontrar la inmobiliaria en esta ciudad tan enorme.
—No se preocupe, señorita Legacy, yo la acompaño. No está muy lejos de aquí.


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